Colonos de primera generación: Esther Pago y Santiago Cadenas

El matrimonio se instaló en 1962, es decir, un año antes del sorteo de viviendas y lotes.

Esther Pago y Santiago Cadenas frente a su casa en la calle de la Salud.

 

Esther Pago y Santiago Cadenas son colonos de primera generación de la localidad de Valfonda de Santa Ana, a la que llegaron en el año 1962, es decir, hace más de seis décadas. Allí pasaron su noche de bodas y su luna de miel, felices ante la perspectiva de una nueva vida juntos, sin importarles demasiado las limitaciones de su primer hogar, que carecía de electricidad y agua corriente. De hecho, se instalaron antes de que el pueblo fuera pueblo.

El matrimonio estuvo entre los implicados en la construcción y desarrollo de la localidad de Valfonda de Santa Ana. A su llegada, solo había dos casas habitadas, la del mayoral y la de otro tractorista. El resto era un pueblo casi fantasma, con hileras de viviendas y edificios vacíos, que aguardaban la llegada de aquellos con los que iban a compartir cada paso del camino. Todo el pueblo estaba ya levantado: las casas de los maestros, el cura o el médico, la tienda, el bar, la escuela,… y por supuesto, las viviendas destinadas a colonos y obreros. La estructura era similar a las urbanizaciones de hoy en día, con viviendas amplias, calles anchas y grandes zonas ajardinadas. Del conjunto, Valfonda de Santa Ana cuenta con una de las plazas más amplias y bonitas de los diez pueblos de colonización que se crearon en las extensas tierras de Los Monegros.  

En Aragón, se construyeron 30 y en España, casi 300, lo que supuso un flujo migratorio de 50.000 familias. Además, a través del Instituto Nacional de la Colonización, activo entre 1939 y 1971, fueron creados 11.000 kilómetros de acequias y canales y niveladas más de 100.000 hectáreas de terreno. El régimen franquista convirtió la política de colonización en un símbolo de reconstrucción del país, de nuevas oportunidades de futuro, y del tan esperado regadío.

Esther y Santiago eran conocedores de estos procesos migratorios, con sus aciertos y sus errores. Ambos eran hijos de colonos asentados en la cercana localidad de Frula. Los padres de él procedían de uno de los pueblos viejos del territorio, Lanaja; y los de ella, de más lejos, de la ciudad de Lérida. A través de un conocido, la familia de Esther Pago recaló primero en la localidad de Grañén, que en aquella época experimentaba un notable crecimiento y una alta demanda de mano de obra consecuencia del avance de los regadíos y el proceso de colonización, lo que derivó en el desembarco de empresas como Precon, S.A., Internacional o Nivelcampo. 

Las familias del matrimonio vivían pared con pared en Frula. Al principio, Esther se quedó en Lérida; y Santiago residía en Torralba de Aragón; y según confiesa la primera, fueron su padre y su suegra los que pensaron que sus hijos podrían encajar y propiciaron su encuentro. Y acertaron. La pareja ha cumplido ya 61 años de matrimonio, es decir, va por sus bodas de diamante. Se casaron con 22 y 25 años, respectivamente y han tenido tres hijos: Santi, Nati Esther e Idoya. 

 

Imagen antigua del matrimonio con sus dos primeros hijos, Santi y Nati Esther.

 

«Nos queríamos casar y no teníamos casa. El perito me dijo que se necesitaban tractoristas en Valfonda de Santa Ana, donde podríamos disponer de trabajo y de vivienda. Y así fue», explica Esther, al relatar las razones que les llevaron hasta la localidad en la que han cimentado su hogar. Al principio, y con solo tres vecinos, la situación era complicada, por la falta de servicios y la escasa vida social. «Hubo momentos duros y de soledad, pero nos arreglábamos bien y éramos felices», explica Esther, con decenas de anécdotas sobre su día a día. 

Aquel primer año cayó una fuerte nevada y pasaron frío, ya que solo disponían de una estufa de leña. Las distracciones también eran escasas. «Solo teníamos una radio que mi padre tenía en el bar de Frula y que funcionaba al echarle una peseta», recuerda. Al ir avanzando las obras, algunos aspectos mejoraron. Por ejemplo, instalaron un pilón en el corral, que todavía conserva, con el fin de hacer acopio de agua y después, los trabajadores destinados al pueblo les proporcionaron un cable con una bombilla para disponer de luz en casa. 

También comenzaron a criar patos, que entraban a los corrales vacíos, donde se alimentaban de las caracolas que proliferaban. Y, al recibir alguna visita, la mujer echaba una voz a su vecina, que le suministraba unas pastas o algún otro lamín por la tapia compartida. Sus vecinos de corral eran el otro tractorista del Iryda, Félix Higueras, y su mujer, María Cruz Alegre, con los que trabaron una estrecha amistad. El tercer inquilino era el mayoral, Francisco Romero, que era el representante de la administración. Todo un año vivieron solas las tres primeras familias en asentarse. 

La jornada de Santiago discurría sobre el tractor. Su experiencia le valió para conseguir el empleo. De hecho, y según recuerda, ya había estado nivelando tierras con Nivelcampo en Alcolea de Cinca. «Aquí mi función ya era la de preparar las explotaciones, es decir, parcelar y labrar y después, sembrar», explica el veterano colono. En total, trabajó durante cuatro años como tractorista para el Iryda. Al finalizar su contrato, además de cultivar su propio lote, siguió empleándose sobre el tractor y durante 17 años, trabajó para una familia de Tardienta. De forma posterior, junto a sus dos hermanos, fundó una empresa dedicada al sector de la construcción (García-Cadenas). «Ha trabajado mucho», dice su mujer, poniendo el acento además en la dureza de los empleos desarrollados durante sus 42 años cotizados, con obras destacadas como la conocida acequia de La Violada o el refuerzo del cauce del río Isuela en Huesca.   

De forma provisional, hasta la realización del sorteo de las viviendas, el matrimonio residió en una de las casas de la calle del Centro. Y, después, la suerte les asignó uno de los inmuebles de la calle de la Salud, cerca de la vivienda del médico y de la plaza principal. Allí siguen residiendo en la actualidad, conservando una parte de la estructura de la vivienda original, con la fachada de piedra, dos alturas y un amplio corral. Del conjunto, una parte ha sido reconvertida en bodega y salón familiar. «Aquí hacemos ahora la vida», explica Esther, al calor del fuego del hogar. Afuera, pueden verse algunas de las zolles y jaulas utilizadas en su día para la cría del porcino, el viejo pilón, el cubierto, una zona de huerto y varios árboles frutales. El padre de ella era natural de Valencia y ahora, entre otras, recolectan ricas mandarinas. «Seguimos haciendo una vida sencilla», señala Esther, que, al igual que el resto de familias recién llegadas, echó mano de tesón, trabajo y solidaridad para crear un hogar en mitad de la nada.

Al convertirse en colonos, cada familia recién llegada tenía acceso a una vivienda, construidas con materiales homogéneos, adaptándose al clima, la orografía y los recursos del terreno. La mayoría era de piedra y tejas de barro. Dentro de las diferentes edificaciones, las más abundantes eran las casas de colonos, que disponían de un mayor número de habitaciones y un corral más amplio, pensado para el desarrollo de actividades agrícolas y ganaderas. De hecho, la puerta del mismo era más grande y en el interior, disponía de espacio para maniobrar y construcciones para alojar animales, grano… Las de obrero eran de menores dimensiones y después, estaban las dispuestas para el personal de servicios (mayoral, maestros, médico y sacerdote). 

A la vivienda, los colonos sumaban un lote de alrededor de 10 hectáreas y una zona de huerto y además, tenían la posibilidad de recibir una vaca, una yegua y una docena de gallinas. También podían acceder a semillas, tratamientos y aperos y por turnos, a la maquinaria agrícola. Todo iba sumando a su cuenta. En total, y según explica Cadenas, el matrimonio acabó abonando 445.000 pesetas por la casa, el lote y el huerto. La administración concedía todo tipo de facilidades para la devolución de los préstamos contraídos, que carecían de intereses y debían reembolsarse en un plazo máximo de 41 años, indica el colono. «No te apuraban. Si un año no podías, te lo dejaban para el siguiente», detalla. La mayoría de las familias completaron la renta agraria con trabajos externos y la cría de animales, fundamentalmente cerdos y vacas. 

La pareja recuerda con añoranza aquellos primeros años. El sorteo de las viviendas tuvo lugar en julio de 1963 y finalmente, las familias comenzaron a instalarse en septiembre. Tras un año entero residiendo solos, «era una enorme alegría verlos llegar. La mayoría aparecían con sus escasas pertenencias en un carro y venían con una ilusión enorme», rememora Esther. «¿Dónde os ha tocado la casa?, les preguntábamos, indicándoles el lugar y ofreciéndonos a ayudarlos», recuerda. Al haber trabajado los lotes, y conocerlos al dedillo, Santiago se ofrecía además a montarlos en un carro y mostrarles sus nuevas tierras. Los primeros en llegar procedían en su mayoría de la cercana localidad de Almuniente, de donde vinieron casi una veintena de familias.

«El pueblo cambió por completo y se llenó de vida», recuerdan Esther y Santiago. Y es que las aulas de la escuela se llenaron de niños y niñas, el bar social se convirtió en sinónimo de bullicio y las calles, en lugar de encuentro y juegos infantiles. «Al llegar las fiestas, solo hacía falta matar un par de conejos y preparar un buen guiso, sin más complicaciones, usando el pasillo para alagar la mesa y disfrutando de cada acto en la calle. «Antes todo era más sencillo y además, la juventud da mucha fortaleza», señala.   

El matrimonio valora también los lazos de unión y solidaridad creados entre las familias recién llegadas, un espíritu de fraternidad que caracteriza estas poblaciones y que perdura en gran parte en la actualidad. «Ha sido muy bonito vivir la experiencia de ver crecer y desarrollarse un pueblo. Y contribuir a ello. Aquí hemos sido y somos muy felices», concluyen. 

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